martes, 22 de noviembre de 2016

Filipinas en el corazón

De niño, recuerdo haber visto la película Los últimos de Filipinas, interpretada entre otros por los inolvidables Fernando Rey y Toni Leblanc. Describe de forma dramatizada el sitio de Baler, que puso fin a casi cuatrocientos años de presencia española en el archipiélago. Acabo de enterarme que dentro de unos días se estrenará otra película con un título semejante: 1898: Los últimos de Filipinas. Si tengo oportunidad, procuraré verla. Siempre he sentido atracción por la huella hispánica en este país católico que debe su nombre al rey Felipe II y que durante muchos años, hasta la independencia de México, fue gobernado desde la Nueva España. El puerto mexicano de Acapulco era la puerta de entrada y de salida de la comunicación con Filipinas. Eso explica las muchas similitudes culturales entre los dos países. Alguna vez me han preguntado qué queda de España en Filipinas, si hay gente que todavía habla español y si las generaciones actuales conocen su pasado, más allá del célebre Mi último adiós de José Rizal, que muchos filipinos saben de memoria. Es evidente que, aunque los norteamericanos hicieron lo posible por borrar la huella española durante los casi 50 años que estuvieron en Filipinas, hay muchas cosas que perviven. Quizá la más profunda, la que distingue a Filipinas de cualquier otro país asiático, es la fuerza del catolicismo. Pero yo no quiero entrar en valoraciones históricas que exceden mi competencia y que siempre llevan aparejada una gran carga emocional. Quisiera limitarme a mi propia experiencia.

Aparte de la película que mencioné antes y de los estudios de historia universal, mi primer contacto cercano con este maravilloso país me vino a través de Bobby Juaton, un claretiano filipino con el que compartí dos años de estudios teológicos en Madrid a finales de los años 70. Cuando nos faltaban menos de dos semanas para nuestra ordenación diaconal falleció en un terrible accidente de tráfico en junio de 1981. Fue un duro golpe. Dos años después, escribí mi primer opúsculo titulado Bobby Juaton: Aprendiz de misionero. En realidad, más que una biografía, era el testimonio de mi amistad con él. Algunos años después acompañé a sus padres en su visita a España. En 1991 tuve la oportunidad de visitar Ayala, su pueblo natal, junto a Zamboanga City, la ciudad hermosa. Comprendí un poco mejor quién era conociendo el contexto en el que se había criado.

Desde entonces he vuelto a Filipinas en varias ocasiones. Siempre he encontrado una gran cordialidad en las personas. Quizá hay cosas que sorprenden a un visitante occidental, pero eso forma parte de los contrastes culturales. En Filipinas encuentro una hermosa síntesis de Oriente y Occidente. Es verdad que muchos filipinos miran más a América que al resto de Asia. Es verdad que el estilo de vida de Estados Unidos marca la pauta, pero eso no elimina la profunda alma oriental de estas gentes. Y todo ello está iluminado por la novedad de la fe cristiana que supone una verdadera luz. En los años 40 y 50 del siglo pasado Filipinas llegó a ser una potencia económica. Luego, debido sobre todo a la corrupción y al dominio de unas cuantas familias y corporaciones, no ha conseguido traducir la riqueza del país en bienestar para todos. La superación de la pobreza es el verdadero reto de un país que tiene los recursos naturales y humanos suficientes para ganar esta batalla.

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